La Ley Orgánica 10/2022, conocida como la Ley del “Solo Sí es Sí”, fue presentada por el Gobierno como un hito en la lucha contra la violencia sexual, destinada a reforzar la protección de las mujeres y a consagrar el consentimiento expreso como eje central. Sin embargo, la realidad jurídica y social ha demostrado lo contrario: estamos ante una de las reformas penales más fallidas de la democracia reciente. Uno de los baluartes de la ministra de Igualdad, Irene Montero, infringió un daño a las víctimas de abusos y violaciones como nunca había ocurrido en la democracia de nuestro país.
Bajo el pretexto de reforzar la protección de las víctimas, el legislador desmanteló la arquitectura previa de los delitos contra la libertad sexual sin prever los efectos inevitables de su aplicación. El resultado fue devastador: más de mil agresores sexuales vieron reducidas sus condenas y cientos de ellos salieron anticipadamente de prisión. Los tribunales no han hecho más que aplicar la ley, en virtud del principio de retroactividad penal favorable (art. 2.2 del Código Penal). Era previsible. La comunidad jurídica lo advirtió con claridad: la fusión de los delitos de abuso y agresión sexual en un único tipo penal, sin una correcta técnica de penas, abriría la puerta a revisiones. El legislador ignoró las advertencias y actuó con una ligereza impropia de quien tiene la responsabilidad de proteger a las víctimas, optando por un relato propagandístico.
El derecho penal no admite frivolidades. La lección es clara: el derecho penal exige rigor, previsión y respeto a la técnica legislativa. Utilizarlo como herramienta de propaganda es irresponsable y peligroso. La protección de las mujeres exige normas serias, coherentes y técnicamente sólidas. La improvisación y la propaganda política solo generan más víctimas. El caso de la Ley del “Solo Sí es Sí” debería quedar como advertencia: legislar sin escuchar a juristas, jueces y fiscales, y sin medir el impacto real de las reformas, es una irresponsabilidad que erosiona la justicia y la confianza ciudadana. El resultado es conocido: más de un millar de revisiones de condenas y la excarcelación anticipada de centenares de agresores sexuales.
La corrección de la ley, aprobada en 2023, llegó tarde y mal: no impidió la aplicación retroactiva de las reducciones y no restauró la confianza perdida. El daño ya estaba hecho. Se quebró la confianza en el Estado de Derecho, se debilitó la credibilidad del feminismo institucional y se demostró que legislar de espaldas al rigor técnico tiene consecuencias irreparables.
Lo más grave no fue el error en sí, sino la ausencia de responsabilidades. Ninguna dimisión, ninguna disculpa, ninguna rectificación sincera. En cualquier democracia, semejante fracaso habría supuesto la renuncia o el cese inmediato de los responsables políticos. En España, la cultura de la impunidad política y la ausencia de dignidad de los responsables permitió que quienes promovieron esta norma permanecieran en sus cargos sin pedir perdón a las víctimas que quedaron doblemente desprotegidas.
Legislar exige conocimiento, prudencia y asumir responsabilidades cuando se fracasa. La rendición de cuentas es ineludible y los ceses o dimisiones en casos de fracasos con consecuencias de esta gravedad, obligatorios.
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