Portugal ha dado un paso valiente y necesario para preservar su modelo democrático: ha prohibido el uso del burka y el niqab en espacios públicos. La medida, aprobada por amplia mayoría parlamentaria —de la derecha a la izquierda, con la excepción de la extrema izquierda— responde a una verdad irrefutable: ninguna sociedad libre puede aceptar que las mujeres desaparezcan del espacio público bajo el peso de normas patriarcales importadas.
La amenaza de la Comisión Islámica de Portugal de abandonar el país si se aprueba esta ley no constituye una objeción jurídica, sino una declaración de incompatibilidad con los principios básicos de la democracia liberal. Quien no acepta las reglas de igualdad, libertad y visibilidad de la mujer no está dispuesto a convivir en pie de igualdad.
El artículo 41 de la Constitución portuguesa, al igual que el de la española, garantiza la libertad religiosa, pero también fija sus límites: la dignidad humana y el orden público. No se trata de islamofobia. Se trata de impedir que, bajo el pretexto de una fe, se impongan formas de opresión normalizadas que niegan la libertad más elemental: mostrarse, expresarse, decidir.
Los precedentes europeos lo avalan. Francia, Bélgica, Austria, Dinamarca y los Países Bajos han legislado con claridad sobre la neutralidad del espacio público. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha respaldado esas leyes, y las sociedades europeas las apoyan. Portugal, ahora, se alinea con firmeza en la defensa de sus valores.
El buenismo europeo ha alimentado una ceguera peligrosa: el islam político no es solo religión, es un proyecto político-ideológico totalitario regido por la sharía, que desprecia los principios democráticos y los derechos universales. Lo que hoy ocurre en el Reino Unido es una advertencia: zonas segregadas, leyes paralelas, mujeres silenciadas, desprecio por quienes no se someten. Las libertades retroceden cuando no se defienden.
España comparte la misma raíz cultural y jurídica que Portugal. El Estado reconoce celebraciones católicas como la Navidad o la Semana Santa, y el Derecho Canónico ha influido en la configuración del orden civil. Sin embargo, se tolera que determinadas comunidades islámicas ocupen espacios públicos con prácticas como el degüello sin aturdimiento o el adoctrinamiento en mezquitas que promueven una visión retrógrada e inconstitucional.
Para mayor gravedad, el presidente de la Comisión Islámica de España está imputado por la Audiencia Nacional por financiación del terrorismo yihadista. Aun así, ha recibido 1,7 millones de euros de fondos públicos. Este es el nivel de negligencia institucional.
He promovido, junto con otra profesora, que en España las mujeres sean verdaderamente libres, pero los partidos nos han dado la espalda. Solo Vox ha mostrado apoyo, pero un partido solo no basta. Los políticos españoles no pueden seguir mirando hacia otro lado. España también debe actuar.
El velo integral niega la identidad, la voz y la libertad de quien lo lleva. La democracia no puede permitir que una niña crezca bajo la imposición del velo ni que una mujer sea condenada a una cárcel de tela.
Europa debe elegir: o reafirma sus principios fundacionales, o claudica ante quienes los desprecian.
El burka y el niqab no son accesorios religiosos: son instrumentos de dominación. Quien elige vivir en una democracia debe aceptar que aquí la libertad es indivisible y no negociable. La valentía legislativa de Portugal es una llamada de atención para España. Proteger a nuestras hijas y mujeres exige legislar con coraje. La libertad y la dignidad tienen cara, pelo y voz.

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