Abordo en este artículo la cuestión, incómoda pero necesaria, de cómo ciertos datos sobre las agresiones sexuales en España plantean retos ineludibles para las políticas públicas de inmigración, integración y seguridad. Aunque el debate entre inmigración y criminalidad suele evitarse por razones de “corrección política”, considero que su análisis exige rigor, transparencia y una reflexión desapasionada, basada en cifras verificables.
Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) correspondientes al año 2021, de las 491 personas condenadas por delitos de agresión sexual en España, 267 eran de nacionalidad española —el 54,38 %— y 224 de nacionalidad extranjera —el 45,62 %. De esos 224 condenados extranjeros, 93 procedían de países africanos, lo que equivale aproximadamente al 20 % del total, pese a que la población de origen africano representa apenas el 2,4 % de la población residente en España. Hoy en día, en 2025 las cifras han empeorado significativamente según reflejan todas las fuentes oficiales.
Estas cifras plantean preguntas fundamentales para la formulación de políticas públicas: ¿qué factores explican esta sobrerrepresentación? ¿Cuál debería ser la respuesta institucional y normativa? Defiendo que estos datos exigen una revisión profunda de las políticas de inmigración y de integración social, sin caer en estigmatizaciones, pero tampoco en la negación de los hechos.
Garantizar que quienes residen en España adopten y respeten los valores fundamentales del país —incluyendo la igualdad entre hombres y mujeres— debe ser un eje central. En aquellos casos en los que personas procedentes de contextos culturales donde las mujeres son consideradas inferiores o donde existe alta permisividad frente a conductas agresivas hacia ellas, la integración debe ir acompañada de políticas activas de sensibilización, supervisión y, cuando sea necesario, de mecanismos de control más rigurosos.
Considero imprescindible aplicar filtros más estrictos: controles de antecedentes penales antes del acceso al territorio o de la concesión de permisos de residencia; expulsión inmediata o restricciones para quienes hayan sido condenados por delitos graves —especialmente agresiones sexuales—; y una revisión de los programas de integración para asegurar que los nuevos residentes comparten el compromiso constitucional con la igualdad, la dignidad humana y los derechos fundamentales.
Mi argumento central es claro: no se trata de criminalizar a nadie por su origen, sino de proteger a la ciudadanía y garantizar que las políticas migratorias no debiliten la seguridad ni los derechos de la comunidad de acogida. Negar las evidencias o silenciarlas en nombre de evitar discursos estigmatizantes solo retrasa la adopción de medidas que podrían prevenir daños mayores. La transparencia en el manejo de los datos y la valentía institucional para reconocer realidades incómodas son condiciones esenciales para una convivencia libre, igualitaria y segura.
Finalmente, hago un llamamiento a todos los actores —legisladores, gobiernos, cuerpos de seguridad y sociedad civil— para que actúen con determinación. Debemos abandonar la inercia del discurso fácil y asumir que una gestión migratoria coherente, que garantice igualdad y seguridad, es plenamente compatible con la defensa de los derechos humanos. Esa compatibilidad no puede ser una excusa para mantener políticas ineficaces o tibias.

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