España se proclama a menudo como uno de los países más feministas del mundo, pero en la práctica existe una profunda división ideológica en torno a la defensa de los derechos de las mujeres. Tanto la derecha como la izquierda española afirman velar por la igualdad entre sexos, si bien sus estrategias y principios difieren notablemente.
En los últimos años, distintas políticas y debates –desde el reconocimiento del sexo biológico frente a la identidad de género, hasta la actitud hacia el islam y el multiculturalismo, pasando por la gestión de la violencia machista, la regulación de la prostitución, los vientres de alquiler o el derecho al aborto– han puesto de relieve contradicciones internas y, especialmente en el caso de la izquierda, acusaciones de hipocresía.
En este artículo analizo comparativamente las posturas de cada bloque político en estos temas clave, apoyándome en los estudios y artículos que he publicado como jurista, investigadora y divulgadora con una voz crítica y objetiva que ha evidenciado muchas de estas incoherencias.
Reconocimiento del sexo biológico vs. identidad de género
Un punto de fricción central es la consideración del sexo biológico en las leyes de igualdad. El gobierno de coalición de izquierdas (PSOE/Podemos) impulsó en 2023 la conocida “Ley Trans”, que consagra la autodeterminación de género permitiendo cambiar el sexo registral sin requisitos médicos ni psicológicos.
Esta normativa, defendida en nombre de los derechos de las personas trans, ha sido duramente criticada por un sector del feminismo –entre el que me incluyo– por “borrar” el sexo biológico como categoría jurídica. He advertido que consignas propias de la retórica oficial como “ser mujer es un sentimiento”, “un hombre es una mujer” o “las mujeres tienen pene” generan “una disonancia conceptual que compromete la seguridad jurídica y mina la coherencia de las políticas públicas orientadas a garantizar la igualdad efectiva entre mujeres y hombres” (eldebate.com).
En mi Manifiesto del feminismo genuino sostengo que solo reconociendo la realidad biológica del sexo se pueden proteger los derechos específicos de las mujeres, y denuncio que las leyes basadas en la autoidentificación de género –apoyadas principalmente por la izquierda– son “un desastre sin paliativos” en sus implicaciones para la seguridad y la igualdad.
La derecha, por su parte, ha adoptado un discurso escéptico o contrario a la Ley Trans. El Partido Popular (PP) inicialmente se mostró dividido, pero terminó apoyando leyes autonómicas de autodeterminación de género en algunas regiones, lo que evidencia una grave falta de reflexión crítica por parte de ese partido. Vox, el partido situado más a la derecha, rechaza frontalmente estas políticas de identidad de género y se ha alineado con las demandas del feminismo crítico al concepto de “sexo sentido”.
De hecho, solo Vox se ha mostrado dispuesto a escuchar propuestas legislativas destinadas a corregir los excesos de la Ley Trans, mientras “ni el Partido Popular ni el Partido Socialista han querido escuchar” las alertas de expertas sobre los riesgos de tales normas. Esta transversalidad inusual –conservadores y feministas radicales coincidiendo en puntos clave– refleja que la división no es simplemente derecha vs. izquierda, sino entre visiones opuestas del feminismo: una que prioriza la identidad autopercibida y otra que exige basarse en el sexo biológico como fundamento de la protección legal de las mujeres.
Las consecuencias prácticas de esta controversia ya se han manifestado. Un caso paradigmático ocurrió en Sevilla: un varón condenado por violencia machista logró cambiar su sexo en el registro civil y, al reincidir en sus agresiones, el tribunal tuvo que inhibirse, pues legalmente el agresor constaba como mujer y, por tanto, no podía ser juzgado por violencia de género. Una situación impensable antes de la Ley Trans.
He señalado que la ausencia de salvaguardas en la norma permite “la elusión de responsabilidades penales” y deja desprotegidas a las víctimas. En resumen, la izquierda, en su afán inclusivo, ha impulsado cambios legislativos que sus detractores consideramos gravemente perjudiciales para las mujeres, mientras la derecha (especialmente Vox) capitaliza ese malestar presentándose como defensora de la distinción sexo/género tradicional.
Sin embargo, la derecha no termina de ganarse la confianza de muchas mujeres por la paradoja que supone, en algunos sectores, negar la especificidad de la violencia contra la mujer al tiempo que se reivindica la defensa del sexo biológico. Esto plantea preguntas incómodas a la izquierda autoproclamada feminista, a la que acuso de traicionar su discurso histórico al “permitir que conquistas del movimiento feminista sean socavadas por enfoques ideológicos que desconocen la realidad material del sexo”.
Multiculturalismo, islam y derechos de las mujeres
Otra área donde se evidencia con claridad la hipocresía de la izquierda es en la tolerancia hacia el islamismo y determinadas prácticas culturales que someten a las mujeres. En los últimos años, algunas corrientes progresistas han enfatizado el respeto a la diversidad cultural y religiosa normalizando, por ejemplo, el uso del hiyab (pañuelo islámico) en escuelas y espacios públicos o incluso el burka (prenda que cubre íntegramente a la mujer hasta los pies) como signos de inclusión.
Rebato con firmeza este enfoque, como muchas otras feministas. Detrás de la supuesta libre elección de llevar velo puede ocultarse “una forma de sumisión y control sobre la mujer” por considerarla impura o provocadora, algo incompatible con la igualdad y la dignidad que proclama la Constitución. Por ello, he impulsado distintas iniciativas, en solitario o de forma compartida, con campañas como “Por una España libre de velos”, desde la convicción de que “el islam no es compatible con los derechos de las mujeres cuando impone códigos vestimentarios segregadores por el hecho de ser mujer”.
He comparecido a petición de Vox en la Comisión de Mujer de la Asamblea de Madrid, donde realicé un alegato contra el uso del hiyab y el burka. Sostengo que lo que algunos definen como tradiciones religiosas no puede recibir tal reconocimiento cuando vulnera derechos fundamentales de las mujeres y no debe normalizarse en una sociedad democrática.
La izquierda española –y también el PP– han mostrado una actitud que he definido como de “pasividad y cobardía” frente a estas cuestiones culturales . Ni el PSOE ni el PP han promovido una respuesta firme respecto al velo islámico, evitando el debate por corrección política y cálculo electoral. Es decir, se ha antepuesto el interés electoral a los derechos de las mujeres. Esta inacción ha dejado desprotegidas a muchas mujeres de entornos islámicos dentro de España, en nombre de una mal entendida tolerancia, sin que nadie se atreva a cuestionar abiertamente prácticas que “perpetúan la desigualdad entre los sexos y contravienen los valores democráticos”. La izquierda, que se presenta como abanderada del feminismo, incurre aquí en una contradicción grave: defiende con vehemencia la igualdad de género en la sociedad mayoritaria, pero “tolera prácticas que oprimen a la mujer bajo el paraguas de la diversidad y el multiculturalismo”.
Un ejemplo especialmente significativo es la enseñanza de religión islámica en centros públicos y determinados contenidos que pueden introducir visiones profundamente desiguales. He denunciado que se trata de una “hipocresía absoluta”, dado que, en aras de la diversidad, se permitiría difundir doctrinas que relegan a la mujer sin que el Estado controle realmente quién imparte esas lecciones ni qué se enseña.
Vox ha adoptado una posición opuesta: denuncia abiertamente lo que denomina “islamización” de ciertas zonas y propone medidas como prohibir el velo a menores de edad o en espacios escolares. Fue a instancias de Vox que comparecí ante la Asamblea de Madrid para proponer la regulación del uso del hiyab y el burka. Este partido acusa a la izquierda de relativismo cultural y se alinea con países europeos —gobernados tanto por derechas como por izquierdas, como Italia o Dinamarca— que han adoptado posturas firmes: “el islam o se adapta, o no tiene cabida”, sentenció, por ejemplo, la primera ministra danesa, frase que recordé en sede parlamentaria.
Paradójicamente, en Europa las dirigentes que han alzado la voz contra el velo provienen “de campos ideológicos distintos” –una socialdemócrata y otra conservadora– lo que evidencia que la defensa de las mujeres frente al fundamentalismo debería ser una cuestión de Estado por encima de las siglas.
Que la izquierda española no asuma este liderazgo crítico y, más bien, “mire hacia otro lado” es, a mi juicio, una grave incoherencia con sus principios igualitarios. He resumido esta idea así: “España no es el país más feminista porque tenemos que hablar de velos y de mujeres invisibles bajo burkas… Curiosamente, esto le parece fenomenal a muchos supuestos defensores de la mujer”. Esa ironía refleja bien el núcleo de mi crítica: algunos sectores progresistas reivindican un feminismo de discurso, pero a la hora de confrontar tradiciones abiertamente opresivas —cuando pertenecen a minorías culturales o religiosas— actúan con una complacencia que traiciona a las propias mujeres afectadas.
Políticas contra la violencia machista: Logros y desaciertos
La lucha contra la violencia machista (denominada en la legislación violencia de género) ha sido tradicionalmente una bandera de la izquierda en España, materializada en leyes pioneras como la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral. Los gobiernos socialistas impulsaron ese marco y, más recientemente, crearon un Ministerio de Igualdad específicamente dedicado a políticas feministas.
Sin embargo, aquí surgen varios elementos polémicos. Uno de ellos fue la controvertida Ley de Libertad Sexual (conocida como la ley del “solo sí es sí”, 2022), impulsada por el sector de extrema izquierda del Ejecutivo (Podemos) con el objetivo declarado de reforzar el consentimiento en los delitos sexuales. En la práctica, la ley tuvo graves fallos técnicos que derivaron en la reducción de penas e incluso en la excarcelación anticipada de cientos de agresores sexuales, incluidos violadores reincidentes y pederastas.
Junto con otras juristas advertimos públicamente, antes de su aprobación, de los riesgos que se estaban generando. Califiqué lo ocurrido como un “fracaso legislativo” que “desprotege a las víctimas y debilita la lucha contra los delitos sexuales”. Más grave aún me parece que, “a pesar de las palmarias consecuencias, muchos políticos de extrema izquierda y del PSOE aún defienden la ley” en lugar de asumir errores.
Este episodio se ha convertido en símbolo de lo que denomino irresponsabilidad legislativa institucional: se antepone la prisa y la retórica ideológica a un diagnóstico jurídico riguroso, con el resultado de que medidas supuestamente “feministas” acaban beneficiando a agresores y violadores. La derecha, por supuesto, aprovechó políticamente el descalabro, exigiendo dimisiones y presentando la ley del “solo sí es sí” como prueba de la incapacidad de la izquierda para proteger a las mujeres, pero muchas veces solo como pose política, sin ir al fondo del problema ni proponer marcos normativos sólidos.
Otro aspecto crítico es la tensión entre enfoque punitivo y enfoque “reeducador” en la violencia de género. La izquierda oficial ha oscilado entre endurecer penas (especialmente tras casos mediáticos) y promover perspectivas más “integrales” que cuestionan el “punitivismo” y dan prioridad a la educación y la prevención, a veces incluso por encima de la sanción penal, algo que considero inaceptable.
Desde el feminismo genuino que defiendo subrayo que las leyes deben ser firmes con los maltratadores y que, por “buenísimo” o ideología, algunas formaciones minimizan la importancia de la sanción penal, lo que “resta importancia a la justicia para las víctimas». En el entorno del PSOE se mezclan ambas líneas; en el espacio Podemos/Sumar se ha defendido con más claridad un discurso antipunitivista.
La derecha, por su parte, se muestra públicamente inflexible contra los agresores, abogando por penas más severas e incluso por la prisión permanente en casos extremos. Pero también hay contradicciones: Vox niega la categoría específica de “violencia de género” y sostiene que la ley debe proteger por igual a todas las víctimas de violencia intrafamiliar –mujeres, hombres, niños o ancianos–. Este negacionismo de la especificidad de la violencia contra la mujer es profundamente polémico. Vox llegó a plantear sustituir las leyes de género por una Ley de Violencia Doméstica general, postura tachada de regresiva por el resto de partidos. No comparto esa posición, aunque considero que las legislaciones actuales no son adecuadas para afrontar el problema. Al mismo tiempo, critico como un error absoluto del gobierno de izquierdas achacar el auge de asesinatos al “negacionismo” de Vox, usándolo como espantajo para eludir sus propias responsabilidades.
He manifestado de forma clara que “ni el negacionismo ni Vox son el problema; el problema es el Gobierno, que dice estar con las víctimas y con el feminismo, y luego no hace nada positivo”. Esta afirmación resume mi visión: la izquierda ostenta el discurso institucional feminista, pero fracasa en la atención real a las víctimas, mientras la derecha —aunque equivocada al negar la etiqueta de violencia de género— no es la causa de la violencia.
Como víctima de violencia machista, conozco de primera mano el problema, no solo desde mis estudios. He denunciado que el sistema de protección está colapsado: faltan medidas básicas, las órdenes de alejamiento fallan por falta de seguimiento, no hay suficientes policías ni juzgados especializados, y el dinero público “no se invierte, se derrocha” en campañas y estructuras ineficaces.
He llegado a afirmar que el actual Ministerio de Igualdad “es lo peor que nos ha podido pasar a las mujeres, por el dinero derrochado, la falta de comunicación y la desatención” hacia las verdaderas necesidades de las víctimas. Esta crítica procede de alguien reconocido internacionalmente en la materia y que, sin embargo, ha sido ignorada sistemáticamente por el Gobierno de izquierdas y también por el PP cuando he ofrecido mi asesoramiento.
En síntesis, en el terreno de la violencia machista la izquierda puede exhibir logros normativos (legislación específica, unidades policiales, tribunales especiales, teléfonos de ayuda…), pero también debe asumir errores de gestión y dogmatismos radicales que han terminado perjudicando a las propias mujeres (como la ley sexual mal diseñada). La derecha, mientras tanto, no logra hacerse con la credibilidad de muchas víctimas por planteamientos polémicos, como negar la estructura machista de la violencia o recortar fondos a programas de igualdad cuando gobierna o cogobierna en autonomías.
Mi posición –compartida por muchas víctimas– es que esta batalla no debería politizarse: “la lucha contra la violencia machista no es de izquierdas ni de derechas, es una obligación de todos”, escribí en una carta abierta. Por desgracia, la polarización ha convertido incluso la protección de las mujeres en terreno de pugna partidista, a menudo en detrimento de soluciones efectivas.
Criminalidad sexual e inmigración: Datos vs. corrección política
Ligado a la discusión sobre violencia contra las mujeres está el espinoso tema de la inmigración y la delincuencia sexual. Aquí vuelven a aparecer diferencias marcadas y reproches de hipocresía hacia la izquierda.
Las estadísticas oficiales muestran una sobrerrepresentación de varones extranjeros en los delitos sexuales graves cometidos en España. Por ejemplo, en 2021 casi el 46% de los condenados por agresiones sexuales no tenían nacionalidad española. Especialmente llamativo es el dato de ciudadanos de origen africano: suponiendo alrededor del 2,4% de la población residente, representaron en torno al 20% de los condenados por violación en ese año.
A estos datos de ámbito estatal se suman ahora los procedentes de informes autonómicos recientes, que confirman el mismo patrón. La Ertzaintza ha hecho público por primera vez un informe oficial desglosando la criminalidad en el País Vasco según el origen de los autores, y las cifras son demoledoras: con apenas un 14% de población extranjera, los inmigrantes concentran el 48% de los delitos totales cometidos en la comunidad. Más grave aún, según dicho informe, los extranjeros han cometido el 60% de las agresiones sexuales registradas entre enero y septiembre de 2025, mientras que los nacidos en España han perpetrado el 40% restante.
El propio cuerpo policial vasco detalla que en 221 agresiones sexuales los investigados son españoles, frente a 301 en las que los investigados son extranjeros, lo que supone que, en términos relativos, los inmigrantes cometen hasta ocho veces más delitos sexuales que los nacionales, de acuerdo con la interpretación que trasladan fuentes policiales. A ello se añade que el 70% de los robos con violencia son cometidos también por extranjeros, lo que dibuja un panorama especialmente preocupante para la seguridad de las mujeres en esa comunidad. Estos datos confirman, con cifras recientes, lo que vengo denunciando desde hace años: la sobrerrepresentación de determinados colectivos de origen extranjero en los delitos sexuales y violentos no es una percepción ni un prejuicio, sino una realidad documentada que no puede seguir silenciándose.
Estos datos objetivos indican un problema específico que es necesario abordar. Lo formulo sin rodeos: “Si el 13% de la población comete el 50% de las agresiones sexuales, esto no es racismo, es un dato preocupante”. Mi postura –recogida en una de mis tribunas titulada precisamente “No es racismo, son datos”– es clara: hablar de la realidad estadística de la delincuencia sexual vinculada a ciertos grupos de inmigrantes no debe ser tabú; negarlo “solo perpetúa el problema y pone en riesgo a la sociedad”.
La izquierda gobernante, sin embargo, ha sido muy reticente a explicitar esta cuestión; incluso la ha negado, y no ha dudado en tacharme de racista y xenófoba, pese a que he dedicado toda mi vida a la defensa de los derechos humanos, especialmente de menores y mujeres, principales afectados por esta ocultación de datos.
Lo cierto es que existe un “encubrimiento gubernamental” motivado por agendas ideológicas que lleva a maquillar estadísticas y a omitir referencias a la nacionalidad de los agresores en comunicados oficiales y medios públicos. Se prioriza así la corrección política y el miedo a alimentar la xenofobia por encima de la seguridad ciudadana. Considero que esto constituye “un acto de censura informativa” que “impide que la sociedad española esté plenamente informada” de lo que ocurre.
He insistido en que “ocultar estos datos está haciendo un daño terrible”, porque dificulta tomar medidas efectivas para combatir la amenaza. La izquierda se ve atrapada en una contradicción evidente: proclama defender a las mujeres, pero si los agresores pertenecen a colectivos inmigrantes protegidos en su imaginario multicultural, prefiere callar antes que reconocer hechos incómodos.
Para las víctimas, obviamente, importa poco la raza o el origen de quien las agrede; lo que exigen es protección y justicia. Por eso denuncio que relativizar o “tapar” la dimensión cultural de ciertos delitos sexuales equivale a abandonar a las mujeres afectadas en aras de un dogma progresista. Sostengo, además, que muchos agresores proceden de culturas donde la mujer es considerada inferior, y que ese desprecio arraigado hacia la mujer no puede ser tolerado ni relativizado en nombre del multiculturalismo, como ya ocurre con parte del islam.
La integración exige asumir los valores democráticos de igualdad, y si “el que viene a España tiene que adaptarse a nuestros derechos y obligaciones”, de lo contrario, considero que sencillamente “no vengas” .
La derecha, especialmente Vox, ha convertido este tema en una de sus banderas. No solo habla abiertamente de la nacionalidad de los violadores, sino que vincula inmigración y delincuencia en su discurso general. Defiendo medidas que coinciden en gran medida con las que propone este partido: control exhaustivo de antecedentes penales antes de admitir inmigrantes, expulsión inmediata de extranjeros que cometan delitos graves, y programas obligatorios de adaptación cultural que inculquen el respeto a la mujer; son medidas que he defendido en múltiples charlas y artículos como instrumentos de protección frente a la situación que vivimos las mujeres.
Estas políticas, que la izquierda califica de xenófobas o populistas, encuentran eco en una parte de la población alarmada por casos atroces ocurridos en España y Europa. Mis planteamientos coinciden con Vox en este punto —aunque no necesariamente en otros— porque responden a criterios de necesidad y sentido común: hay que actuar con firmeza, y la deportación de agresores sexuales extranjeros no es una cuestión de racismo, sino de elemental prevención.
He criticado igualmente la “actitud pusilánime” del PP, que por miedo a ser tachado de xenófobo evita abordar el problema con claridad. Al callar por cálculo político, se vuelve “cómplice de una problemática que afecta a la seguridad y bienestar” de los españoles.
Así, tanto el gobierno de izquierdas, por encubrir, como la oposición de derechas (PP), por esquivar el tema, quedan en entredicho. Esa inacción de los grandes partidos ha dejado el monopolio del discurso en manos de Vox, que lo explota en clave electoral. Considero que esta dejación es “motivo suficiente para que muchos votantes se planteen otras alternativas de voto”.
En resumen, en la relación entre violencia sexual e inmigración se manifiesta otra grieta ideológica. La izquierda enfatiza la no estigmatización de la inmigración —sobre todo la irregular— y rehúye hablar de delincuencia extranjera por temor a derivar en racismo, olvidando su obligación de proteger a las mujeres y niñas. La derecha —fundamentalmente Vox— enfatiza la ley y el orden, señala la incidencia delictiva de ciertos inmigrantes y prioriza la seguridad de las mujeres y niñas, con el riesgo de alimentar generalizaciones si no se mide el discurso.
En medio, feministas como yo reclamamos soluciones concretas: “no podemos tolerar un claro intento de destruir nuestra forma de vivir”, he dicho al referirme al impacto de valores ultrapatriarcales importados. “Abordar la relación inmigración y criminalidad no es racismo, sino seguridad ciudadana basada en datos”. La protección de las mujeres exige lucidez para reconocer todas las fuentes de la violencia, incluidas las derivadas de choques culturales, y valentía política para afrontarlas sin maniqueísmos.
La izquierda pierde autoridad moral cuando permite el machismo importado. La derecha la pierde cuando, al denunciarlo, se desliza hacia discursos que pueden acabar estigmatizando a toda una comunidad. El foco, insisto, debe estar siempre en la conducta concreta del agresor y en la protección de las víctimas.
Explotación sexual y reproductiva: Prostitución y vientres de alquiler
El debate sobre la prostitución y la gestación subrogada (los llamados “vientres de alquiler”) enfrenta también a derecha e izquierda, aunque de forma menos clásica, pues dentro de cada bloque hay posturas distintas. Durante décadas, estos temas fueron orillados en España, pero en los últimos años han cobrado protagonismo.
El movimiento feminista mayoritario –tradicionalmente vinculado a la izquierda socialista– ha adoptado una postura claramente abolicionista de la prostitución, considerándola una forma de violencia de género y de explotación sexual. El PSOE define la prostitución como “uno de los rostros más crueles de la feminización de la pobreza” y como “la peor forma de violencia contra las mujeres”, comprometiéndose a abolirla mediante leyes que sancionen a los consumidores de prostitución —muchos de ellos, como se ha conocido, afiliados y altos cargos socialistas— y a quienes se lucran de la explotación sexual. El Parlamento llegó a iniciar en 2022 la tramitación de una ley abolicionista impulsada por el PSOE, aunque la legislatura concluyó sin culminarla. En esto, la izquierda española sigue en teoría el modelo nórdico (penalizar la compra de sexo, no a las mujeres prostituidas, y ofrecerles alternativas). En la práctica, todo ha quedado más en un lema que en una verdadera prioridad política.
No toda la izquierda estuvo de acuerdo: en Unidas Podemos, Sumar y los partidos nacionalistas se han defendido planteamientos de regulación de la prostitución como “trabajo sexual”. Desde mi punto de vista, no cabe hablar de “trabajo sexual” cuando lo que existe es explotación humana. Defiendo sin ambages el abolicionismo. En mi Manifiesto del feminismo genuino proclamo la “abolición de la prostitución y la pornografía”, que considero “formas de explotación y esclavitud que perpetúan la violencia contra las mujeres”.
Señalo la incoherencia de una izquierda que se dice igualitaria mientras tolera una industria basada en comprar el cuerpo de mujeres (la mayoría atrapadas en redes de trata) para uso sexual de los hombres. Junto a las feministas clásicas reprocho que la visión “pro elección” ignora las dinámicas de pobreza, coacción y trauma que sufren la mayoría de prostitutas. La auténtica defensa de las mujeres exige ofrecerles salidas dignas, no legitimar que sigan siendo mercancía sexual.
¿Y qué postura tiene la derecha? Tradicionalmente, el PP ha evitado definirse con claridad sobre prostitución; apenas la menciona en sus programas y se limita a apoyar leyes contra la trata. La cultura conservadora de raíz católica desaprueba moralmente la prostitución, pero el partido no ha liderado su prohibición. Vox, por su parte, ha mostrado una oposición frontal a la normalización de la prostitución, pero ha criticado la propuesta socialista por considerarla incompleta: “la prohibición por la prohibición no sirve si no ofrecemos alternativas”, han señalado, alertando de que abolir sin ofrecer opciones laborales y apoyo a las mujeres solo las empujaría a la clandestinidad.
En la votación inicial de la ley abolicionista, Vox optó por la abstención, alegando que el texto era hipócrita al penalizar a los clientes, pero no a los proxenetas con suficiente dureza, y que provenía de un gobierno que, al mismo tiempo, había beneficiado a violadores con la ley del “sí es sí”. Desde entonces, Vox ha reclamado más contundencia contra la prostitución como industria y negocio.
Este cruce de acusaciones es revelador: derecha e izquierda se reprochan mutuamente su incoherencia en la protección de las mujeres en prostitución. La izquierda sostiene que la derecha mira a otro lado ante esta violencia estructural; la derecha replica que la izquierda pretende colgarse la medalla abolicionista mientras derrocha recursos y fracasa en la protección real de las mujeres. Al final hay un diagnóstico bastante compartido —prostitución ligada a mafias y trata—, pero difieren en el grado de compromiso real, en el ritmo y en las prioridades.
En cuanto a la gestación subrogada, las alianzas ideológicas son todavía más singulares. La izquierda rechaza los “vientres de alquiler”, considerándolos una mercantilización inadmisible del cuerpo femenino y de los bebés. El PSOE ha insistido en el “no a los vientres de alquiler” y en la necesidad de perseguir a las agencias que intermedian en ese negocio.
La derecha, en particular el PP, tampoco ha apoyado la gestación subrogada comercial, aunque en sus filas hay opiniones divididas (algunos dirigentes se han mostrado abiertos a una subrogación altruista). Oficialmente, el PP nunca ha impulsado su legalización y se ha mantenido de perfil, como acostumbra en temas considerados polémicos. España prohíbe actualmente la práctica y declara nulos este tipo de contratos.
Vox coincide plenamente con el feminismo socialista en este punto: en su programa electoral se compromete a “prohibir los vientres de alquiler y toda actividad que cosifique y utilice como producto de compra-venta a los seres humanos”. Desde su óptica tradicionalista rechaza la subrogación tanto por motivos morales (defensa de la “dignidad de la maternidad”) como por razones de soberanía (se opone a que españoles vayan a otros países a “encargar” bebés).
En prostitución y subrogación, por tanto, se dan convergencias inusuales: feministas de izquierda y derecha dura coinciden en la oposición, mientras que el liberalismo —económico o progresista— ha sido el espacio más favorable a regular estas prácticas como cuestiones de libertad individual.
La consecuencia es que, en la España de 2025, existe un amplio consenso político contra los vientres de alquiler y una ley abolicionista de la prostitución en marcha. Aquí la división izquierda-derecha se difumina en favor de la línea abolicionismo vs. regulacionismo. La izquierda exhibe su postura como coherencia feminista (ni la pobreza ni el deseo de paternidad ajenos deben explotar el cuerpo de las mujeres); la derecha la usa para reivindicar valores familiares tradicionales (la maternidad no es un servicio).
Desde mi perspectiva, no hay contradicción alguna en defender el derecho al propio cuerpo y, al mismo tiempo, oponerse a que la precariedad empuje a una mujer a venderlo sexualmente o a alquilar su capacidad de gestar. Resumo esta idea afirmando que la prostitución y la subrogación “instrumentalizan a la mujer y atentan contra sus derechos”, por lo que deben ser rechazadas si queremos “proteger la dignidad femenina”.
Aborto y derechos reproductivos
El derecho al aborto ha sido uno de los grandes campos de batalla entre izquierda y derecha en España. En este asunto, la línea divisoria es mucho más nítida y clásica.
La izquierda (PSOE, Podemos, Sumar y los nacionalistas) entiende el aborto como un derecho fundamental de la mujer a decidir sobre su maternidad, parte inseparable de los derechos sexuales y reproductivos. Durante la reciente coalición de gobierno se aprobó en 2023 una reforma que amplió ese derecho: eliminó la exigencia de consentimiento paterno para que las jóvenes de 16 y 17 años pudieran abortar y garantizó la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) en la sanidad pública sin informar a los padres, lo que, a mi juicio, vulnera el ejercicio de la patria potestad.
El PSOE defiende que el aborto debe ser accesible en todo el territorio, incluidas zonas rurales, y propone blindarlo frente a retrocesos. También impulsa medidas como las “zonas seguras” alrededor de las clínicas para evitar el acoso de las mujeres que acuden a abortar. Es decir, la izquierda gobernante busca consolidar y normalizar el aborto como prestación sanitaria, e incluso algunos sectores pretenden elevarlo a la categoría de derecho fundamental, lo que entra en tensión con el propio derecho fundamental a la vida.
La derecha mantiene reservas significativas. El Partido Popular, que en 2010 recurrió sin éxito la ley de plazos (aborto libre hasta la semana 14) ante el Tribunal Constitucional, ha ido asumiendo pragmáticamente el modelo legal, salvo en el punto de las menores. En 2015, con Rajoy, el PP introdujo la obligación de que las chicas de 16 y 17 años contaran con autorización paterna para abortar, y tras la reforma que eliminó ese requisito, los populares han prometido reintroducirlo en cuanto puedan gobernar.
Su programa electoral de 2023 incluía “introducir en la ley el consentimiento de los titulares de la patria potestad previo al aborto en jóvenes de 16 y 17 años”. El PP insiste también en garantizar la objeción de conciencia de los médicos contrarios al aborto, con registros específicos y la obligación de que siempre haya personal disponible sin forzar a nadie a actuar contra sus creencias.
Más allá de eso, el PP ha intentado navegar en la ambigüedad: acepta de facto la ley de plazos, pero evita pronunciarlo de manera explícita para no pagar un coste electoral, consciente de que la mayoría social respalda el marco vigente.
Vox representa la posición abiertamente provida. Niega que el aborto sea un derecho y lo considera un drama, proponiendo revertir la legislación actual. Su programa incorpora un amplio conjunto de medidas para derogar la ley de plazos. Quiere eliminar lo que denomina “falso ‘derecho al aborto’” y sustituirlo por una defensa activa de la “vida desde la concepción”. En la práctica, propone un protocolo de información exhaustivo a la gestante, incluyendo la oferta de escuchar el latido fetal y de ver una ecografía de alta definición antes de decidir, así como incentivos a la adopción y el fin de la financiación pública a organizaciones que “promuevan prácticas contra la vida”.
En este ámbito no veo tanto hipocresía como convicciones enfrentadas. La izquierda sostiene que sin aborto legal la mujer no es plenamente dueña de su vida; la derecha más conservadora, especialmente Vox, sostiene que el derecho a la vida del no nacido prevalece sobre la decisión de la madre.
Donde sí detecto incoherencias es en la gestión política: la izquierda se enorgullece de “exigir el derecho al aborto para las menores” como un avance, pero ignora el conflicto con la patria potestad y con la responsabilidad de los padres; la derecha critica al PSOE por permitir que una chica de 16 años pueda abortar sin informar a su familia, cuando para trámites menores se exige autorización, y la izquierda responde invocando supuestos de familias desestructuradas o abusivas.
Por otro lado, la izquierda reprocha al PP no haber derogado la ley de plazos cuando gobernó con mayoría absoluta (2011-2015), pese a haberlo prometido. El PP reculó entonces ante la presión social, lo que sigue generando frustración entre su base más conservadora.
En cualquier caso, los derechos adquiridos en materia de anticoncepción y aborto son políticamente difíciles de revertir. Considero, sin embargo, que el apoyo a la maternidad y la solidaridad social son esenciales para que abortar sea realmente una elección y no la consecuencia de la falta de opciones materiales. El riesgo es que el tema se instrumentalice electoralmente, como ya hemos visto. La sociedad española, mayoritariamente, respalda la legislación actual (14 semanas libres, 22 en supuestos graves) y no parece desear cambios drásticos, mientras el debate moral sigue profundamente polarizado.
Conclusión: En defensa de las mujeres, más hechos y menos bandera ideológica
El panorama de la defensa de los derechos de las mujeres en España presenta claroscuros en ambos lados del espectro político. Es sencillamente falso el mantra de que “la izquierda defiende a las mujeres y la derecha se opone a sus derechos”. La realidad es mucho más compleja.
La izquierda ha impulsado históricamente avances esenciales –legislaciones pioneras contra la violencia de género, leyes de igualdad, ampliación de derechos sexuales y reproductivos– y suele abanderar el feminismo en el discurso público. Sin embargo, en los últimos años el extremismo ideológico y la invasión de la agenda identitaria han erosionado su autoridad moral: se han promovido leyes de identidad de género altamente lesivas para las mujeres; se mantiene un silencio complaciente ante prácticas culturales (como el velo integrista o la mutilación genital) que chocan frontalmente con la igualdad; se ocultan datos incómodos sobre violencia sexual cometida por ciertos grupos de inmigrantes en nombre del multiculturalismo; y se han diseñado políticas fallidas (como la ley del “solo sí es sí”) cuyos efectos han sido diametralmente opuestos a los proclamados.
Estos hechos han generado críticas desde dentro del propio movimiento feminista, que acusa a la izquierda de hipocresía y de haber perdido el norte en la defensa coherente de las mujeres.
Por su parte, la derecha se presenta cada vez más como la alternativa que protege a las mujeres “de verdad”, con menos ideología y más eficacia. En cuestiones como la denuncia del islamismo misógino o la exigencia de firmeza frente a agresores sexuales reincidentes, voces de la derecha —muy especialmente de Vox— han recogido reivindicaciones que antes solo enarbolaban minorías feministas críticas.
No obstante, la credibilidad de la derecha en materia de igualdad tampoco está exenta de sombras. Su negativa, en algunos casos, a reconocer la especificidad de la violencia machista –como ocurre con Vox– genera preocupación. Además, los mensajes que presentan a la derecha como amenaza para los derechos LGTBI o las libertades de las propias mujeres, difundidos por gran parte de los medios, refuerzan la percepción de un compromiso escaso o limitado con la causa feminista, más allá de los hechos concretos.
En demasiadas ocasiones, la derecha utiliza los fallos de la izquierda más como munición política que como punto de partida para una mejora real del sistema. Y la izquierda se aferra a la retórica feminista mientras bloquea reformas y escucha poco a quienes trabajamos directamente con víctimas.
¿Qué concluyo, entonces? Que la defensa de los derechos de las mujeres no debería ser patrimonio de ninguna ideología, sino un consenso básico de una democracia madura. Los partidos deben formular y exponer con claridad sus posiciones en la defensa de los derechos de las mujeres, y someterlas a escrutinio público sin victimismos ni etiquetas.
En mis análisis he insistido en que esta lucha debe situarse “por encima de agendas ideológicas”. En mi trayectoria como investigadora independiente, colaborando con distintos gobiernos en España y en el extranjero y alzando la voz ante quien sea —PSOE, PP o Vox— cuando considero que se vulneran los derechos de mujeres y menores, he defendido siempre la misma idea: la causa de las mujeres debe ir por delante de las siglas.
Considero que cuando la izquierda cae en complacencias o errores que dañan a las mujeres, debe rectificar sin aferrarse a su retórica. Y cuando la derecha critica esos fallos, debería hacerlo para mejorar las soluciones, no para hacer guerrilla partidista. Al final del día, proteger a una mujer de su maltratador, evitar que una niña sea obligada a cubrirse con un velo, asegurar que ninguna violación quede impune o que ninguna mujer se vea forzada a prostituirse no son objetivos “de izquierdas” o “de derechas”: son exigencias elementales de humanidad y justicia.
España se encuentra en una encrucijada donde ambos bloques políticos tienen tareas pendientes. A la izquierda feminista le corresponde examinarse con honestidad y corregir las desviaciones que la alejan de su propósito original: la igualdad sustantiva entre los sexos. Como defiendo, “solo existe un feminismo, el que defiende los derechos de las mujeres; lo demás serán otras causas, respetables, pero no son feminismo”.
A la derecha que quiera abanderar la protección de las mujeres le toca demostrar con hechos que no se queda en el discurso y que entiende las complejidades del problema: reconocer que la violencia machista tiene componentes estructurales de género, que recortar recursos de igualdad no ayuda a las víctimas y que es imprescindible una posición clara frente al islamismo que vulnera los derechos de las mujeres.
En última instancia, el auténtico progreso vendrá de reconciliar posiciones en lo esencial: reconocer la realidad biológica y social de ser mujer; garantizar seguridad y libertad plenas; no ceder terreno cuando esos derechos se vean amenazados, venga la amenaza de donde venga.
Lo he sintetizado en numerosas ocasiones: “la igualdad y la libertad no pueden ser meras palabras, sino realidades palpables” para todas las mujeres en España. Lograrlo exige coherencia, valentía y altura de miras por parte de nuestros representantes políticos, tanto a derecha como a izquierda.
Solo así se hará honor a décadas de lucha feminista y se avanzará hacia una sociedad donde ser mujer no suponga nunca más ni desventaja, ni peligro, ni motivo de discriminación, en ninguna comunidad y bajo ninguna ideología.

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