Malversación en la Ley de Amnistía. Mesa de un tribunal.

Malversación en la Ley de Amnistía

El Tribunal Constitucional, bajo la presidencia de Cándido Conde-Pumpido, ha rechazado un recurso del Tribunal Supremo y ha avalado la inclusión del delito de malversación en la Ley de Amnistía. Con esa resolución, el alto tribunal avala de facto que un delito contra el patrimonio público —cometido por responsables políticos— pueda ser borrado sin reparación ni sanción. El mensaje es devastador: quien detenta poder político puede quedar exento de la responsabilidad penal que sí recae sobre cualquier ciudadano.

La Justicia es el último dique de contención del Estado de Derecho. Cuando ese dique se resquebraja por dentro, cuando quienes deben garantizar la ley la reinterpretan al servicio de intereses políticos, la democracia entra en fase de descomposición institucional. Eso es lo que está ocurriendo en España.

Cuando los jueces afirman que la malversación no es delito, dejan de actuar como jueces. En ese instante se convierten en actores políticos, en ejecutores de un proyecto que desdibuja los límites entre la justicia y el poder. Esa confusión es letal para la credibilidad institucional y abre un precedente peligroso: el de una justicia de primera y segunda categoría.

Mientras miles de ciudadanos afrontan condenas por delitos menores, quienes han vulnerado la legalidad desde las más altas instancias políticas encuentran amparo en una reinterpretación “constitucional” hecha a medida. No se trata de un tecnicismo jurídico, sino de una quiebra del principio de igualdad ante la ley (artículo 14 de la Constitución).

El Tribunal Constitucional no está llamado a gobernar ni a legislar. Su función es garantizar la supremacía de la Constitución y el respeto a los derechos fundamentales. Cuando se erige en legislador encubierto para proteger a los suyos, traiciona su esencia y dinamita la confianza ciudadana.

Una justicia percibida como parcial deja de ser justicia. Pierde legitimidad social y se convierte en un instrumento del poder. De ahí a la arbitrariedad solo hay un paso. Y cuando la ley deja de ser igual para todos, el ciudadano deja de sentirse protegido y el Estado de Derecho se convierte en una ficción.

El deterioro institucional no ocurre de la noche a la mañana. Se construye con cada sentencia que ignora la verdad, con cada juez que abdica de su independencia, con cada silencio cómplice ante el abuso de poder.

Ser juez implica algo más que aplicar el derecho: exige defenderlo incluso frente a las presiones políticas, mediáticas o corporativas. Cuando la toga se pliega ante el poder, deja de ser símbolo de justicia y se convierte en disfraz de impunidad. La independencia judicial no es un privilegio de los jueces, es un derecho de los ciudadanos. Sin ella no hay justicia, y sin justicia no hay libertad.

Hoy España asiste, con preocupación y desencanto, a la transformación del Tribunal Constitucional en un órgano más del poder ejecutivo. Si la justicia deja de ser el refugio de los ciudadanos para convertirse en el escudo de los poderosos, el colapso del Estado de Derecho dejará de ser una amenaza para convertirse en una realidad.

Porque cuando los jueces dejan de ser jueces, la democracia deja de ser democracia.


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